lunes, 30 de agosto de 2010



El elenco en pleno de OW


En el “Libro Cuarto” (de “Gargantúa y Pantagruel” de François de Rabelais) se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se extienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rebelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de vista de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de una manera absoluta, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá , si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rasgnac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.
La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo con él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de la verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes. La sociedad occidental ha adquirido la costumbre de presentarse como la sociedad de los derechos del hombre; pero, antes de que un hombre pudiera tener derechos, tuvo que constituirse en individuo, considerarse como tal y ser considerado como tal; esto no habría podido producirse sin una larga práctica de las artes europeas y de la novela en particular, que enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas. En este sentido, Cioran está en lo cierto cuando designa a la sociedad europea como la “sociedad de la novela” y cuando habla de los europeos como “hijos de la novela”.

Milan Kundera

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