miércoles, 11 de agosto de 2010



Mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un dandy que fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con corbatas y metáforas. También es evocar la noción del arte como un juego selecto o secreto y del poeta como un laborioso monstrorum artifex. Es evocar el fatigado crepúsculo del siglo XIX y esa opresiva pompa de invernadero o de baile de máscaras. Ninguna de estas evocaciones es falsa, pero todas corresponden, lo afirmo, a verdades parciales y contradicen, o descuidan, hechos notorios.La insignificancia técnica de Wilde puede ser un argumento a favor de su grandeza intrínseca. Si la obra de Wilde correspondiera a la índole de su fama, la integrarían meros artificios. En la obra de Wilde esos artificios abundan, pero su índole adjetiva es notoria. Esa atribución prueba el hábito de vincular al nombre de Wilde la noción de pasajes decorativos.Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. No sólo es elocuente; también es justo. Las notas misceláneas que prodigó abundan en perspicuas observaciones. Ello es indicio de una mentalidad muy diversa de la que, en general, se atribuye a Wilde. Éste fue un hombre del siglo XVIII, que alguna vez condescendió a los juegos del simbolismo. Como Gibbon, como Johnson, como Voltaire fue un ingenioso que además tenía razón . Fue, "para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma". Dio al siglo lo que el siglo exigía -comedies larmoyantes para los más y arabescos verbales para los menos- y ejecutó esas cosas disímiles con una suerte de negligente felicidad. Lo ha perjudicado la perfección; su obra es tan armoniosa que puede parecer inevitable y aun baladí. Nos cuesta imaginar el universo sin los epigramas de Wilde; esa dificultad no los hace menos plausibles.Una observación lateral. El nombre de Oscar Wilde está vinculado a las ciudades de la llanura; su gloria, a la condena y la cárcel. Sin embargo el sabor fundamental de su obra es la felicidad. En cambio, la valerosa obra de Chesterton, prototipo de la sanidad física y moral, siempre está a punto de convertirse en una pesadilla. La acechan lo diabólico y el horror; puede asumir, en la página más inocua, las formas del espanto. Chesterton es un hombre que quiere recuperar la niñez; Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la desdicha, una invulnerable inocencia.Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante.


Jorge Luis Borges

(Otras Inquisiciones)

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